Cuando visité Yuvinani la primera vez, a mediados del 2005, apenas unas cuantas semanas antes de que el PNUD lanzara su informe anunciando que Metlatónoc, Guerrero, es el municipio más pobre del país, me quedé estupefacta. Llegamos con la primera luz del sol y, aunque a éste no lo veríamos en el cielo sino varias horas después porque las montañas, como místicas murallas de verdor, nos lo esconderían, el día iba clareando sin prisas, con la paciente dedicación de un amanecer cauto y silencioso, ligeramente húmedo, que ha venido ensayándose desde el inicio de los tiempos.
Nos bajamos de la “pasajera” luego de más de siete horas de recorrido sinuoso por una terracería despiadada y, asombrosamente, el cansancio se disipó en apenas unos minutos. Epifanio y Griselda, con las caritas y el pelo todavía llenos de polvo, sonreían devorándolo todo con la mirada, exclamando en mixteco y sacudiéndose por los hombros para llamarse la atención mutuamente al tiempo que señalaban cualquier punto del paisaje todavía durmiente. Hacía cinco años que no visitaban su comunidad y, me imagino, los recuerdos habrían de ser numerosos, asaltándolos en tropel. “¿Qué tanto habría cambiado esa pequeña comunidad en cinco años?”, me pregunté.
Al instante siguiente Epifanio, que en ese entonces tenía diez años, recordando por qué estábamos ahí, nos llevó corriendo a casa de su abuela, donde también encontramos a la bisabuela y a seis nietos -todos menores de quince años- que se habían quedado al cuidado de ambas luego de que sus padres migraran a los Estados Unidos. Epifanio y su hermana Griselda, de doce años, habían ido a despedirse, en secreto, de su abuela paterna porque ellos también se marcharían, unas semanas más tarde, a los Estados Unidos para reunirse con su padre. Lo harían cruzando el desierto desde Sonora con ayuda de un coyote de Tlapa, junto con su madre y su hermanita menor, Maribel, de ocho años de edad.
Cuando más tarde Epifanio y yo salimos nuevamente a las calles del pequeño pueblito, bajo la mirada atónita de las mujeres, ancianos y niños que se han ido quedando, él me dijo: “es pobrecito, pero está bonito mi pueblo, ¿verdad?”, y yo asentí con una vehemencia que sin embargo me pareció insuficiente. Porque realmente ése me parecía uno de los pueblos más bonitos que había visitado en México. Me imaginé que así podían haber sido la mayoría de las comunidades indígenas hace treinta o cuarenta años. Cuando Sabritas, Ricolino, la coca-cola, el block, la lámina y las varillas todavía no habían invadido el mundo rural arrebatándole, en el mejor de los casos su belleza original o, en el peor de ellos, transformándolo en una mezcolanza sin orden ni lógica de basura y pretensiones de progreso y modernidad.
Me pregunté entonces cómo un pueblo como aquél, con tal abundancia de montañas y riqueza de bosques (que sin embargo se están perdiendo a una velocidad alarmante), con tal belleza de paisajes y su hermoso río, podía ser castigado con los niveles de pobreza, violencia, migración y mortandad que el PNUD, Amnistía Internacional y las ONGs Sipaz y Tlachinollan, describen para la región en general.
Existen once indicadores para determinar los niveles de desarrollo y, en dado caso, calificar a un municipio o una región como de “extrema pobreza” o de “muy alta” marginación. Al parecer, Metlatónoc, municipio en el cual se encuentran Yuvinani y Atzompa, habitado principalmente por indígenas mixtecos, los tiene todos.
Al visitar Metlatónoc, cualquier persona con dotes mínimos de observador, puede detectar a simple vista, y sin necesidad de censos ni exhaustivas investigaciones, que todas las casas tienen, o tenían hasta hace poco, pisos de tierra; lo cual no las diferencia de la mayoría de las casas o chozas indígenas en cualquier lugar del continente. Pero la cuestión es que esta característica es, precisamente, uno de los once indicadores que el PNUD considera para determinar si una familia o una población se encuentra en situación de “extrema pobreza” o no.
Por eso, al culminar el sexenio foxista, el gobierno se jactaba de haber sacado de la pobreza a tantos millones de familias. Porque había pavimentado el piso de sus viviendas (o colocado alumbrado) y con ello ya sólo cumplían con diez de los once parámetros, pasando de vivir ya no en la “extrema”, sino en la simple “pobreza”. Aún cuando las comunidades siguieran sin agua potable, escuelas, servicios básicos de salud y persistieran también los altísimos índices de desnutrición y mortandad.
Sucede entonces que en comunidades como Metlatónoc predomina un discurso hegemónico, derivado de las instituciones gubernamentales, principalmente nacionales e internacionales, que califican a ciertos municipios como seriamente “subdesarrollados”, por no contar con los elementos básicos que supuestamente las harían “progresar”. Se las describe como si fueran poblaciones y regiones condenadas al atraso y la miseria, como si ello fuera culpa de su vida campesina y su condición indígena.
El problema es cuando las instituciones entienden la pobreza como un listado de carencias que hay que cubrir. Se piensa en las problemáticas de las comunidades en términos poco complejos y pocas son las acciones que en realidad están enfocadas a implementar un verdadero desarrollo, duradero, responsable y auto sustentable.
Casi todas las medidas que desde hace décadas el gobierno ha tomado en las comunidades rurales de México han sido medidas paternalistas, enfocadas a paliar, de una manera muy superficial, las necesidades de la gente, distrayendo la atención de las verdaderas causas de la pobreza. “Tapándole el ojo al macho”, como se dice popularmente, con medidas como la de la pavimentación de las viviendas con pisos de tierra en las comunidades más empobrecidas.
De manera paralela, en las comunidades rurales e indígenas del país se ha ido creando y reforzando la idea de que “bienestar” y “progreso” es todo aquello que equivale a modernidad. Aún cuando esa supuesta modernidad sea una modernidad mal entendida, inequitativa y en ocasiones incluso perjudicial para las comunidades.
Mi asombro fue grande cuando en la sierra de Guerrero, al visitar Yuvinani, Atzompa y Metlatónoc, la cabecera municipal, la gente me decía repetidas veces que les daba pena que yo viera cómo estaban sus pueblos porque eran “muy sucios”, llenos de tierra, con calles de terracería, y que ahí no tenían ni alumbrado, ni lavadoras, ni quién sabe cuántas otras cosas que por supuesto ellos desean porque poseerlas seguramente ha de significar que uno no es “pobre”.
Entonces yo pensaba en cómo habrían de ser los pueblos, sino con simples calles de tierra y noches oscuras, y en cuánto contrastaba la imagen que textos y reportajes daban de la región de la montaña, señalándola como una zona “sumamente deprimida”, subyugada por la pobreza y el “atraso”. Y no niego que efectivamente este municipio encabeza los índices nacionales de marginación. Es sólo que me parece que sus calles silenciosas, sus casas preciosamente elaboradas con fino adobe amarillo y tejas rosadas, su río fresco y sus montañas verdes son mucho más importantes para esta comunidad que la pavimentación, el alumbrado público, la lámina, la varilla, el block y un río entubado, que tampoco serían la solución a la migración, al narcotráfico, la desnutrición o la mortandad infantil.
Pero la gente no piensa lo mismo. Porque durante décadas les hemos hecho escuchar que “pobreza” equivale a atraso y que esto es sinónimo de la vida campesina que es humilde y marcha a su propio ritmo. Que el progreso, la modernidad, los servicios y el consumo son lo que vale y lo que lo hacen valer a uno. Por eso casi uno de cada cinco jóvenes de ese municipio decide emigrar a los Estados Unidos apenas tiene edad para ello. Porque allá se “gana en dólares” y con eso “se vive mejor”.
Ahora Epifanio, sus dos hermanas y su madre viven en Alabama hace más de un año. Se fueron para acompañar y sostener el sueño de su padre de poder ahorrar lo suficiente para volver a Morelos -ya no a su comunidad indígena- y poder construirse una casa de “piso”. Sin embargo la deuda que contrajeron con el coyote y varios de sus familiares para poder cruzar los cinco supera por mucho las ganancias que podrían obtener realizando incluso su más arduo esfuerzo.
No pasarán menos de cinco años antes de que puedan pagar sus deudas y ahorrar al menos un poco. Cinco años que sin duda marcarán la vida de Epifanio y sus hermanas porque, nuevamente, tendrán que adaptarse a un idioma, una cultura y una sociedad que además de discriminarlos porque son indígenas -lo cual también les sucedía en México-, los persigue por ser ilegales.
Nos bajamos de la “pasajera” luego de más de siete horas de recorrido sinuoso por una terracería despiadada y, asombrosamente, el cansancio se disipó en apenas unos minutos. Epifanio y Griselda, con las caritas y el pelo todavía llenos de polvo, sonreían devorándolo todo con la mirada, exclamando en mixteco y sacudiéndose por los hombros para llamarse la atención mutuamente al tiempo que señalaban cualquier punto del paisaje todavía durmiente. Hacía cinco años que no visitaban su comunidad y, me imagino, los recuerdos habrían de ser numerosos, asaltándolos en tropel. “¿Qué tanto habría cambiado esa pequeña comunidad en cinco años?”, me pregunté.
Al instante siguiente Epifanio, que en ese entonces tenía diez años, recordando por qué estábamos ahí, nos llevó corriendo a casa de su abuela, donde también encontramos a la bisabuela y a seis nietos -todos menores de quince años- que se habían quedado al cuidado de ambas luego de que sus padres migraran a los Estados Unidos. Epifanio y su hermana Griselda, de doce años, habían ido a despedirse, en secreto, de su abuela paterna porque ellos también se marcharían, unas semanas más tarde, a los Estados Unidos para reunirse con su padre. Lo harían cruzando el desierto desde Sonora con ayuda de un coyote de Tlapa, junto con su madre y su hermanita menor, Maribel, de ocho años de edad.
Cuando más tarde Epifanio y yo salimos nuevamente a las calles del pequeño pueblito, bajo la mirada atónita de las mujeres, ancianos y niños que se han ido quedando, él me dijo: “es pobrecito, pero está bonito mi pueblo, ¿verdad?”, y yo asentí con una vehemencia que sin embargo me pareció insuficiente. Porque realmente ése me parecía uno de los pueblos más bonitos que había visitado en México. Me imaginé que así podían haber sido la mayoría de las comunidades indígenas hace treinta o cuarenta años. Cuando Sabritas, Ricolino, la coca-cola, el block, la lámina y las varillas todavía no habían invadido el mundo rural arrebatándole, en el mejor de los casos su belleza original o, en el peor de ellos, transformándolo en una mezcolanza sin orden ni lógica de basura y pretensiones de progreso y modernidad.
Me pregunté entonces cómo un pueblo como aquél, con tal abundancia de montañas y riqueza de bosques (que sin embargo se están perdiendo a una velocidad alarmante), con tal belleza de paisajes y su hermoso río, podía ser castigado con los niveles de pobreza, violencia, migración y mortandad que el PNUD, Amnistía Internacional y las ONGs Sipaz y Tlachinollan, describen para la región en general.
Existen once indicadores para determinar los niveles de desarrollo y, en dado caso, calificar a un municipio o una región como de “extrema pobreza” o de “muy alta” marginación. Al parecer, Metlatónoc, municipio en el cual se encuentran Yuvinani y Atzompa, habitado principalmente por indígenas mixtecos, los tiene todos.
Al visitar Metlatónoc, cualquier persona con dotes mínimos de observador, puede detectar a simple vista, y sin necesidad de censos ni exhaustivas investigaciones, que todas las casas tienen, o tenían hasta hace poco, pisos de tierra; lo cual no las diferencia de la mayoría de las casas o chozas indígenas en cualquier lugar del continente. Pero la cuestión es que esta característica es, precisamente, uno de los once indicadores que el PNUD considera para determinar si una familia o una población se encuentra en situación de “extrema pobreza” o no.
Por eso, al culminar el sexenio foxista, el gobierno se jactaba de haber sacado de la pobreza a tantos millones de familias. Porque había pavimentado el piso de sus viviendas (o colocado alumbrado) y con ello ya sólo cumplían con diez de los once parámetros, pasando de vivir ya no en la “extrema”, sino en la simple “pobreza”. Aún cuando las comunidades siguieran sin agua potable, escuelas, servicios básicos de salud y persistieran también los altísimos índices de desnutrición y mortandad.
Sucede entonces que en comunidades como Metlatónoc predomina un discurso hegemónico, derivado de las instituciones gubernamentales, principalmente nacionales e internacionales, que califican a ciertos municipios como seriamente “subdesarrollados”, por no contar con los elementos básicos que supuestamente las harían “progresar”. Se las describe como si fueran poblaciones y regiones condenadas al atraso y la miseria, como si ello fuera culpa de su vida campesina y su condición indígena.
El problema es cuando las instituciones entienden la pobreza como un listado de carencias que hay que cubrir. Se piensa en las problemáticas de las comunidades en términos poco complejos y pocas son las acciones que en realidad están enfocadas a implementar un verdadero desarrollo, duradero, responsable y auto sustentable.
Casi todas las medidas que desde hace décadas el gobierno ha tomado en las comunidades rurales de México han sido medidas paternalistas, enfocadas a paliar, de una manera muy superficial, las necesidades de la gente, distrayendo la atención de las verdaderas causas de la pobreza. “Tapándole el ojo al macho”, como se dice popularmente, con medidas como la de la pavimentación de las viviendas con pisos de tierra en las comunidades más empobrecidas.
De manera paralela, en las comunidades rurales e indígenas del país se ha ido creando y reforzando la idea de que “bienestar” y “progreso” es todo aquello que equivale a modernidad. Aún cuando esa supuesta modernidad sea una modernidad mal entendida, inequitativa y en ocasiones incluso perjudicial para las comunidades.
Mi asombro fue grande cuando en la sierra de Guerrero, al visitar Yuvinani, Atzompa y Metlatónoc, la cabecera municipal, la gente me decía repetidas veces que les daba pena que yo viera cómo estaban sus pueblos porque eran “muy sucios”, llenos de tierra, con calles de terracería, y que ahí no tenían ni alumbrado, ni lavadoras, ni quién sabe cuántas otras cosas que por supuesto ellos desean porque poseerlas seguramente ha de significar que uno no es “pobre”.
Entonces yo pensaba en cómo habrían de ser los pueblos, sino con simples calles de tierra y noches oscuras, y en cuánto contrastaba la imagen que textos y reportajes daban de la región de la montaña, señalándola como una zona “sumamente deprimida”, subyugada por la pobreza y el “atraso”. Y no niego que efectivamente este municipio encabeza los índices nacionales de marginación. Es sólo que me parece que sus calles silenciosas, sus casas preciosamente elaboradas con fino adobe amarillo y tejas rosadas, su río fresco y sus montañas verdes son mucho más importantes para esta comunidad que la pavimentación, el alumbrado público, la lámina, la varilla, el block y un río entubado, que tampoco serían la solución a la migración, al narcotráfico, la desnutrición o la mortandad infantil.
Pero la gente no piensa lo mismo. Porque durante décadas les hemos hecho escuchar que “pobreza” equivale a atraso y que esto es sinónimo de la vida campesina que es humilde y marcha a su propio ritmo. Que el progreso, la modernidad, los servicios y el consumo son lo que vale y lo que lo hacen valer a uno. Por eso casi uno de cada cinco jóvenes de ese municipio decide emigrar a los Estados Unidos apenas tiene edad para ello. Porque allá se “gana en dólares” y con eso “se vive mejor”.
Ahora Epifanio, sus dos hermanas y su madre viven en Alabama hace más de un año. Se fueron para acompañar y sostener el sueño de su padre de poder ahorrar lo suficiente para volver a Morelos -ya no a su comunidad indígena- y poder construirse una casa de “piso”. Sin embargo la deuda que contrajeron con el coyote y varios de sus familiares para poder cruzar los cinco supera por mucho las ganancias que podrían obtener realizando incluso su más arduo esfuerzo.
No pasarán menos de cinco años antes de que puedan pagar sus deudas y ahorrar al menos un poco. Cinco años que sin duda marcarán la vida de Epifanio y sus hermanas porque, nuevamente, tendrán que adaptarse a un idioma, una cultura y una sociedad que además de discriminarlos porque son indígenas -lo cual también les sucedía en México-, los persigue por ser ilegales.
2 comentarios:
Hola, mi nombre es Lucia, estudio Pedagogia en la UNAM,buscando informacion para una investigacion encontre tu tesis, me parece excelente, pues yo vivo en Oacalco y conozco a esas personas, me gustaria recibir tu asesoria y platicar contigo, ojala vallas pronto a oacalco, yo vivo por donde vive Maurilio y Mercedes; te paso mi mail para ponernos en contacto. luci_jimenez@hotmail.com
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