El 1 de julio se proyectó en la Cineteca Nacional, en un evento especial, un documental titulado “Infancias Robadas” (Stolen Childhoods, Len Morris 2005) que muestra, gracias a una buena edición de imágenes y entrevistas, un panorama mundial sobre la explotación del trabajo infantil en el mundo. Y cuando digo “mundo” no me refiero al “Tercer Mundo” -donde uno automáticamente piensa que la explotación infantil cobra sus peores manifestaciones-, sino a todo el mundo, pues como este documental nos muestra, la explotación de niños y niñas también ocurre en los países más ricos del planeta, como Estados Unidos, donde miles de niños trabajan jornadas extenuantes en los campos jornaleros por tan sólo $24 pesos al día. Otra sorpresa más es que estos niños no son migrantes ilegales, sino ciudadanos norteamericanos.
Generalmente se trata de niños que pertenecen a la tercera generación de inmigrantes, pero al haber nacido en los Estados Unidos son ya ciudadanos americanos que, en teoría, poseerían los mismos derechos que cualquier otro niño estadounidense. Sin embargo, esto está muy lejos de ser una realidad. Miles de niños en esta situación, estigmatizados y discriminados por pertenecer a familias de inmigrantes, por ser hijos de “ilegales”, por hablar el inglés con acento latino o por tener una apariencia física que difiere del prototipo americano, tienen que enfrentar además la dura necesidad de trabajar, teniendo tan sólo 8 o 9 años, para contribuir a la supervivencia de su familia.
Poco más de cuarenta minutos de desgarradoras imágenes y testimonios de niños y niñas indonesios, hindúes, africanos, huicholes, estadounidenses y mexicanos, explotados en minas y canteras, basureros suburbanos, campos jornaleros, fábricas de alfombras o de ladrillos, plantaciones de tabaco y prostíbulos callejeros, pueden apenas darnos una somera idea del horror que día a día todos estos niños deben soportar para subsistir en medio de la precariedad, la desnutrición, el maltrato y la vejación. Nos muestra que el mundo no es sino una estrecha, oscura y sofocante habitación cuando se trata de comparar y compartir imágenes e historias como éstas. Que no es necesario ir tan lejos como Yakarta u Orissi para horrorizarnos por las situaciones de esclavismo, sufrimiento y humillación a las que nuestras prácticas económicas y políticas globales y nacionales han condenado a millones de niños en todo el mundo, y no solamente en el pauperizado Tercer Mundo, pues el subdesarrollo es algo que no es ajeno en absoluto a los países industrializados que hoy llamamos “Primer Mundo”.
El documental muestra una incipiente pero interesante crítica al papel que las compañías transnacionales como la tabacalera Phillip Morris, los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y los gobiernos locales y nacionales, han jugado en la reproducción y la perpetuación de la explotación laboral de la infancia. Reproduciendo diversas entrevistas con los propios niños, con activistas de ONG’s internacionales contra la explotación laboral y a favor de los Derechos Humanos, un senador norteamericano y la keniana Premio Nobel de la Paz, Wangari Maathai, el documental intenta mostrarnos la multiplicidad de voces alrededor del mundo que se alzan en contra de esta infame situación, cada cual desde la perspectiva que su propia experiencia le ha forjado.
No obstante, el video ofrece prácticamente una sola solución a este desgarrador problema: sustituir el trabajo infantil por la escuela. A primera vista este argumento no sólo nos parece sumamente atinado, sino de un completo sentido común. ¿Quién preferiría ver a un niño trabajando en vez de verlo sentado en un aula, apuntando empeñosamente en su cuaderno nuevos conocimientos? Pero las cosas no son tan sencillas. No es una cuestión de oponerse ni de estar llanamente a favor. No se trata, ni es tan sencillo tampoco, de creer fervientemente que con “arrancar” a los niños del trabajo e insertarlos en una escuela se van a solucionar todos sus problemas y los de sus familias.
Cabe hacer aquí una importante aclaración para que mi argumento logre hacerse entender: no es lo mismo el trabajo infantil que la explotación laboral infantil. Por el primero se entiende la participación de niños y niñas en actividades domésticas o laborales desarrolladas en el seno de las familias, en las cuales su aportación está determinada por sus capacidades físicas y su desarrollo emocional e intelectual, y a través de las cuales estos pequeños son socializados e integrados a la vida familiar y social, adquiriendo una amplia gama de aprendizajes prácticos e intelectuales. En cambio, la explotación laboral infantil constituye una de las peores formas de aprovechar la mano de obra más barata e indefensa que existe para obtener grandes beneficios económicos, a costa del bienestar físico y psíquico de los niños, que desafortunadamente es ya una característica de las sociedades capitalistas modernas.
Apunto esto porque cuando se escuchan argumentos “simplistas” como el de que la escuela es el único lugar donde los niños deberían estar, y es el único ámbito donde ellos deben y pueden aprender, y en consecuencia se sataniza toda clase de trabajo infantil, que también constituye una oportunidad de aprendizaje para millones de niños indígenas, pobres y campesinos en todo el mundo, no puedo sino pensar que se comete un grave error.
En primer lugar la escuela no puede solventar por sí misma la difícil situación a la que estos niños y sus familias se enfrentan. Porque la pobreza no es resultado de la carencia de conocimientos, mucho menos de una ignorancia, como en realidad los programas de desarrollo social -como el Progresa o el Oportunidades- nos quieren hacer creer. Estos programas promueven la visión de que la pobreza es el resultado de un “círculo vicioso” provocado por la ignorancia, es decir la falta de educación, y las carencias en la alimentación y la salud. Sin embargo yo pregunto: ¿de qué servirá la educación sin la posibilidad de conseguir un trabajo digno y bien remunerado después?
Las soluciones que esta clase de programas y esta clase de documentales promueven, aún cuando pueden ser bien intencionados, son demasiado unilineales y simplistas, y están estructuralmente mal pensadas, pues atacan los síntomas y no las causas del problema. Es evidente que alguien que vive en la miseria estará enfermo, mal alimentado y presentará un severo retraso escolar. La solución, entonces, no reside solamente en aliviar todas estas carencias, esperando que con ello cada individuo supere por sí mismo la pobreza, tachando de incapaz o de inútil a quien no logra hacerlo, como de hecho hace el Oportunidades, y con éste el gobierno federal. La solución es mucho más compleja, pues sin un combate efectivo de los mecanismos de precarización del mercado y los derechos laborales, sin un alza real en los salarios, sin una creación efectiva de más empleos, sin mayores y mejores apoyos para los campesinos, y sin una reversión de los mecanismos de estigmatización y exclusión hacia los jóvenes indígenas, campesinos y marginados, ninguna educación será suficiente.
Pero hay que reflexionar también acerca de qué tipo de educación queremos para estos niños que estamos tratando de alejar del trabajo. Varias veces he visto niños indígenas asistir a escuelas donde su cultura no es pensada más que como un estorbo. Una especie de “incapacidad” innata que debe ser superada, cuando no olvidada o incluso castigada. Decenas de veces he visto a los niños indígenas sentirse agobiados y entristecidos por las burlas de sus compañeros, que los llaman “inditos” o “oaxaquitos”, por no poder hablar el castellano. Por maestros que no tienen la sensibilidad suficiente para entender que ya es un gran mérito el lograr dominar una lengua extranjera en tan sólo un año, y aún así los reprueban porque en su primer curso en la escuela no logran contestar cuánto es 4 x 4 o en qué fecha se descubrió América. Porque en la sociedad en la que vivimos, las diferencias casi nunca son percibidas como una ventaja o una posibilidad de aprender del otro, sino como un obstáculo o un retroceso.
A lo largo del ya mencionado documental se muestra una diversidad de programas en Brasil, India, Kenia y México donde se han creado escuelas y albergues que ofrecen a los niños la posibilidad de abandonar las calles o las ominosas condiciones de explotación a las que se han visto sometidas. Esto es, por supuesto, un enorme logro y se debe persistir en ello. Pero el trabajo no está hecho. Falta mucho por recorrer todavía, pues al igual que durante décadas sucedió con los albergues de los niños indígenas del ahora desaparecido Instituto Nacional Indigenista, puede estar sucediendo aquí que la educación que se les ofrece a los niños no sea una educación para empoderarlos, sino para integrarlos a una sociedad y un orden de ideas dominantes en los que los indígenas y los pobres son vistos como entes subdesarrollados -económica e intelectualmente-, que deben ser redimidos de su miseria, pero ya no mediante las cuestionables políticas de colonización que caracterizaron a los siglos XIX y XX, sino a través de la escuela.
La escuela como institución no es un aparato inofensivo. Es, entre muchas otras cosas, un poderoso reproductor de ideologías y transformador de culturas. A lo largo de la historia de México, la escuela ha logrado introducirse hasta el núcleo mismo de la vida familiar, campesina e indígena, transformándola con sus discursos paternalistas y su afán “concientizador”, demagógico y etnocéntrico. Influyendo incluso en el modo mismo en que estas familias conciben a sus hijos y haciendo a los padres sentirse culpables por incorporarlos a sus labores agrícolas y domésticas tan pronto los niños adquieren la capacidad física, bajo el absurdo discurso de estar contribuyendo a la explotación laboral de la infancia.
Este es el tipo de educación que hay que revisar y corregir para hacerla más democrática y justa. De ningún modo estoy insinuando aquí que un niño no debe ser alfabetizado o no debe tener acceso a los conocimientos necesarios para su desarrollo. La cuestión es bajo qué condiciones y en qué manera los niños adquieren esos conocimientos, y qué costos traerá esto para su identidad indígena y para el pleno desarrollo de su cultura, sus costumbres y su idioma. Hay que reconocer que la educación y el aprendizaje no se limitan solamente a un edificio y un maestro. Éstos están también en el campo de cultivo, en las calles, en el juego con los amigos, en el cuidado de los animales, en la naturaleza. La verdadera educación es la que construye libertades, no la que incorpora, moldea y somete.
Ciertamente hay que eliminar todas y cada una de las aberrantes formas de explotación laboral de la infancia que existen actualmente, pero satanizar cualquier tipo de actividad que los niños realizan para contribuir a la reproducción social y material de su familia es un grave error. También lo es pretender que la escuela es lo único que les hace falta a los pobres. Pocos niños son tan sabios como los niños pobres, indígenas y campesinos, que día a día se enfrentan a un mundo que casi nunca los toma en cuenta.
No me gusta hablar mixteco. Me gusta más de español […] Porque sí. Porque cuando decimos de mixteco decimos que estamos hablando feo. De mixteco ya no queremos hablar porque como vamos a ir a donde sea, si ellos hablan español, nosotros no sabemos qué están diciendo. Así le está pasando a mi hermana ahora que está en Estados de Sonido, porque nosotros no sabemos. Por eso ya no me gusta hablar de mixteco. Por eso yo vengo a la escuela.
Florentina, 12 años. Niña mixteca migrante
Generalmente se trata de niños que pertenecen a la tercera generación de inmigrantes, pero al haber nacido en los Estados Unidos son ya ciudadanos americanos que, en teoría, poseerían los mismos derechos que cualquier otro niño estadounidense. Sin embargo, esto está muy lejos de ser una realidad. Miles de niños en esta situación, estigmatizados y discriminados por pertenecer a familias de inmigrantes, por ser hijos de “ilegales”, por hablar el inglés con acento latino o por tener una apariencia física que difiere del prototipo americano, tienen que enfrentar además la dura necesidad de trabajar, teniendo tan sólo 8 o 9 años, para contribuir a la supervivencia de su familia.
Poco más de cuarenta minutos de desgarradoras imágenes y testimonios de niños y niñas indonesios, hindúes, africanos, huicholes, estadounidenses y mexicanos, explotados en minas y canteras, basureros suburbanos, campos jornaleros, fábricas de alfombras o de ladrillos, plantaciones de tabaco y prostíbulos callejeros, pueden apenas darnos una somera idea del horror que día a día todos estos niños deben soportar para subsistir en medio de la precariedad, la desnutrición, el maltrato y la vejación. Nos muestra que el mundo no es sino una estrecha, oscura y sofocante habitación cuando se trata de comparar y compartir imágenes e historias como éstas. Que no es necesario ir tan lejos como Yakarta u Orissi para horrorizarnos por las situaciones de esclavismo, sufrimiento y humillación a las que nuestras prácticas económicas y políticas globales y nacionales han condenado a millones de niños en todo el mundo, y no solamente en el pauperizado Tercer Mundo, pues el subdesarrollo es algo que no es ajeno en absoluto a los países industrializados que hoy llamamos “Primer Mundo”.
El documental muestra una incipiente pero interesante crítica al papel que las compañías transnacionales como la tabacalera Phillip Morris, los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y los gobiernos locales y nacionales, han jugado en la reproducción y la perpetuación de la explotación laboral de la infancia. Reproduciendo diversas entrevistas con los propios niños, con activistas de ONG’s internacionales contra la explotación laboral y a favor de los Derechos Humanos, un senador norteamericano y la keniana Premio Nobel de la Paz, Wangari Maathai, el documental intenta mostrarnos la multiplicidad de voces alrededor del mundo que se alzan en contra de esta infame situación, cada cual desde la perspectiva que su propia experiencia le ha forjado.
No obstante, el video ofrece prácticamente una sola solución a este desgarrador problema: sustituir el trabajo infantil por la escuela. A primera vista este argumento no sólo nos parece sumamente atinado, sino de un completo sentido común. ¿Quién preferiría ver a un niño trabajando en vez de verlo sentado en un aula, apuntando empeñosamente en su cuaderno nuevos conocimientos? Pero las cosas no son tan sencillas. No es una cuestión de oponerse ni de estar llanamente a favor. No se trata, ni es tan sencillo tampoco, de creer fervientemente que con “arrancar” a los niños del trabajo e insertarlos en una escuela se van a solucionar todos sus problemas y los de sus familias.
Cabe hacer aquí una importante aclaración para que mi argumento logre hacerse entender: no es lo mismo el trabajo infantil que la explotación laboral infantil. Por el primero se entiende la participación de niños y niñas en actividades domésticas o laborales desarrolladas en el seno de las familias, en las cuales su aportación está determinada por sus capacidades físicas y su desarrollo emocional e intelectual, y a través de las cuales estos pequeños son socializados e integrados a la vida familiar y social, adquiriendo una amplia gama de aprendizajes prácticos e intelectuales. En cambio, la explotación laboral infantil constituye una de las peores formas de aprovechar la mano de obra más barata e indefensa que existe para obtener grandes beneficios económicos, a costa del bienestar físico y psíquico de los niños, que desafortunadamente es ya una característica de las sociedades capitalistas modernas.
Apunto esto porque cuando se escuchan argumentos “simplistas” como el de que la escuela es el único lugar donde los niños deberían estar, y es el único ámbito donde ellos deben y pueden aprender, y en consecuencia se sataniza toda clase de trabajo infantil, que también constituye una oportunidad de aprendizaje para millones de niños indígenas, pobres y campesinos en todo el mundo, no puedo sino pensar que se comete un grave error.
En primer lugar la escuela no puede solventar por sí misma la difícil situación a la que estos niños y sus familias se enfrentan. Porque la pobreza no es resultado de la carencia de conocimientos, mucho menos de una ignorancia, como en realidad los programas de desarrollo social -como el Progresa o el Oportunidades- nos quieren hacer creer. Estos programas promueven la visión de que la pobreza es el resultado de un “círculo vicioso” provocado por la ignorancia, es decir la falta de educación, y las carencias en la alimentación y la salud. Sin embargo yo pregunto: ¿de qué servirá la educación sin la posibilidad de conseguir un trabajo digno y bien remunerado después?
Las soluciones que esta clase de programas y esta clase de documentales promueven, aún cuando pueden ser bien intencionados, son demasiado unilineales y simplistas, y están estructuralmente mal pensadas, pues atacan los síntomas y no las causas del problema. Es evidente que alguien que vive en la miseria estará enfermo, mal alimentado y presentará un severo retraso escolar. La solución, entonces, no reside solamente en aliviar todas estas carencias, esperando que con ello cada individuo supere por sí mismo la pobreza, tachando de incapaz o de inútil a quien no logra hacerlo, como de hecho hace el Oportunidades, y con éste el gobierno federal. La solución es mucho más compleja, pues sin un combate efectivo de los mecanismos de precarización del mercado y los derechos laborales, sin un alza real en los salarios, sin una creación efectiva de más empleos, sin mayores y mejores apoyos para los campesinos, y sin una reversión de los mecanismos de estigmatización y exclusión hacia los jóvenes indígenas, campesinos y marginados, ninguna educación será suficiente.
Pero hay que reflexionar también acerca de qué tipo de educación queremos para estos niños que estamos tratando de alejar del trabajo. Varias veces he visto niños indígenas asistir a escuelas donde su cultura no es pensada más que como un estorbo. Una especie de “incapacidad” innata que debe ser superada, cuando no olvidada o incluso castigada. Decenas de veces he visto a los niños indígenas sentirse agobiados y entristecidos por las burlas de sus compañeros, que los llaman “inditos” o “oaxaquitos”, por no poder hablar el castellano. Por maestros que no tienen la sensibilidad suficiente para entender que ya es un gran mérito el lograr dominar una lengua extranjera en tan sólo un año, y aún así los reprueban porque en su primer curso en la escuela no logran contestar cuánto es 4 x 4 o en qué fecha se descubrió América. Porque en la sociedad en la que vivimos, las diferencias casi nunca son percibidas como una ventaja o una posibilidad de aprender del otro, sino como un obstáculo o un retroceso.
A lo largo del ya mencionado documental se muestra una diversidad de programas en Brasil, India, Kenia y México donde se han creado escuelas y albergues que ofrecen a los niños la posibilidad de abandonar las calles o las ominosas condiciones de explotación a las que se han visto sometidas. Esto es, por supuesto, un enorme logro y se debe persistir en ello. Pero el trabajo no está hecho. Falta mucho por recorrer todavía, pues al igual que durante décadas sucedió con los albergues de los niños indígenas del ahora desaparecido Instituto Nacional Indigenista, puede estar sucediendo aquí que la educación que se les ofrece a los niños no sea una educación para empoderarlos, sino para integrarlos a una sociedad y un orden de ideas dominantes en los que los indígenas y los pobres son vistos como entes subdesarrollados -económica e intelectualmente-, que deben ser redimidos de su miseria, pero ya no mediante las cuestionables políticas de colonización que caracterizaron a los siglos XIX y XX, sino a través de la escuela.
La escuela como institución no es un aparato inofensivo. Es, entre muchas otras cosas, un poderoso reproductor de ideologías y transformador de culturas. A lo largo de la historia de México, la escuela ha logrado introducirse hasta el núcleo mismo de la vida familiar, campesina e indígena, transformándola con sus discursos paternalistas y su afán “concientizador”, demagógico y etnocéntrico. Influyendo incluso en el modo mismo en que estas familias conciben a sus hijos y haciendo a los padres sentirse culpables por incorporarlos a sus labores agrícolas y domésticas tan pronto los niños adquieren la capacidad física, bajo el absurdo discurso de estar contribuyendo a la explotación laboral de la infancia.
Este es el tipo de educación que hay que revisar y corregir para hacerla más democrática y justa. De ningún modo estoy insinuando aquí que un niño no debe ser alfabetizado o no debe tener acceso a los conocimientos necesarios para su desarrollo. La cuestión es bajo qué condiciones y en qué manera los niños adquieren esos conocimientos, y qué costos traerá esto para su identidad indígena y para el pleno desarrollo de su cultura, sus costumbres y su idioma. Hay que reconocer que la educación y el aprendizaje no se limitan solamente a un edificio y un maestro. Éstos están también en el campo de cultivo, en las calles, en el juego con los amigos, en el cuidado de los animales, en la naturaleza. La verdadera educación es la que construye libertades, no la que incorpora, moldea y somete.
Ciertamente hay que eliminar todas y cada una de las aberrantes formas de explotación laboral de la infancia que existen actualmente, pero satanizar cualquier tipo de actividad que los niños realizan para contribuir a la reproducción social y material de su familia es un grave error. También lo es pretender que la escuela es lo único que les hace falta a los pobres. Pocos niños son tan sabios como los niños pobres, indígenas y campesinos, que día a día se enfrentan a un mundo que casi nunca los toma en cuenta.
No me gusta hablar mixteco. Me gusta más de español […] Porque sí. Porque cuando decimos de mixteco decimos que estamos hablando feo. De mixteco ya no queremos hablar porque como vamos a ir a donde sea, si ellos hablan español, nosotros no sabemos qué están diciendo. Así le está pasando a mi hermana ahora que está en Estados de Sonido, porque nosotros no sabemos. Por eso ya no me gusta hablar de mixteco. Por eso yo vengo a la escuela.
Florentina, 12 años. Niña mixteca migrante