viernes, 28 de marzo de 2008

Valentina, 10 años - Testimonio


Es que yo nunca he visto mi pueblo. Cuando yo‘staba chiquitita vine acá a Oacalco pero nunca he ido a mi pueblo y no sé cómo está mi tía. Es que nunca lo he visto pues, tampoco ya no sé cómo es, pero todo de allá me gusta. También las montañas. Se ven bonitas y todas están bien verdes. Allá siembran puras milpas de maíz. Sí quiero ir allá tantito. Es que yo cuando era chiquita me vine acá.

viernes, 14 de marzo de 2008

La migración vivida por los niños


“Es que los papás sí son contentos, porque son felices… porque se van, pero las mamás están tristes”, me decía una tarde de hace dos años Catarino, que en ese entonces tenía apenas 7 años. El día en que los conocí a él y a su hermano Bernardino, me contaron que su papá se acababa de ir hacía unos cuantos días a Estados Unidos, y que por eso se habían mudado a casa de Eusebia. Su mamá, embarazada de cinco meses y con dos niños de 3 y un año de edad, no podía cuidarlos y hacer todo el trabajo de la casa ella sola.
Más tarde, luego de haber platicado largo rato, Bernardino, que iba y venía con rostro nervioso y cargando a Augusto, el más pequeño, en sus brazos, se acercó a mí y con una expresión muy seria en el rostro me preguntó: “¿Maestra, qué le podemos dar a mi mamá?, es que ya no come, está enferma”. “¿Y de qué está enferma?”, le pregunté yo a mi vez. “De tristeza”, me dijo él. Los ojitos de Catarino, que estaba sentado en el piso jugando junto a mí, se apagaron de pronto mientras se volvían hacia el rostro de su hermano mayor. A ambos se nos había borrado la sonrisa del rostro.
No hay manera de que una pueda estar preparada para oír algo así de boca de un niño de once años que en unos pocos días ha tenido que madurar lo suficiente como para convertirse en el hombre de la casa, para trabajar en la fresa como el resto de los padres y cuidar de sus tres hermanitos menores y su madre embarazada que, abrumada por la tristeza de ver partir a su esposo y por la incertidumbre y la peligrosidad del viaje, siente que ha perdido las fuerzas y se abandona en una especie de letargo de lágrimas silenciosas. “Abrácenla mucho, ayúdenla, díganle que la quieren. Ésa es la mejor medicina”, fue lo único que se me ocurrió decirle a Bernardino. Él me miró y asintió mientras continuaba arrullando a Augusto en sus brazos, pero no parecía estar muy convencido.

¿Qué les gustaría decirles a sus papás que están allá?
- ¡Muchas cosas!
- Que los queremos mucho.
- Que los extrañamos.
- Que se acuerden de nosotros.
(niños de 2º de primaria)

¿Y qué te dijo tu papá ahora que se fue al Norte Rufino?
- Que me portara yo bien, que no [me] enfermara, que no jugaba, que mejor voy a estar con mi mamá, voy a estudiar.
¿Y tú qué le dijiste a él?
- Le dije que bien que se sienta, que no tome, que trabaje.
(Rufino, 9 años)

No, mi mamá no está aquí, se fue a Estados Unidos y mi papá también. Primero se fue mi papá y mi hermana Rosalina. Luego se fue mi mamá, pero ya no me acuerdo hace cuándo. Yo no vi cuando se fue mi hermana, porque yo estoy durmiendo. Y hay muchos otros que también se fueron. Ella dice que sí está contenta porque ya está bien grande. Allá va a crecer bien rápido. Está trabajando, creo que en la fábrica de pollos. Y mi papá está trabajando del día y de noche. Mi hermana nomás de noche y también mi mamá. Yo tengo mucho pariente que está allá, pero mucho que se murió, se lo mataron allá en Nueva Yor. Mi tío se lo mataron con un cuchillo. Y cuando yo estoy chiquita mi papá ya está en EU y mi mamá también, mi hermano se quedó bien chiquito y mi mamá ya otra vez se fue. Por eso cuando llegó mi papá yo no sabía quién es y yo nada más conocía a mi mamá y yo pensaba quién será ese señor, nosotros ni lo conocíamos.
Florentina, 12 años

Al presidente de Estados Unidos yo le diría que no nos traten mal porque nosotros cuando vienen acá no les hacemos así. Yo le diría que se siente mal que tu papá se tenga que ir y que esté lejos, que lo extrañas y que también a él le cuesta trabajo trabajar y también trabaja de noche y a veces tiene hambre. La migración por un lado es bueno porque él trabaja y nos manda dinero, y el malo es que lo extrañamos mucho.
Jorge, 13 años

Yo ya fui a Estados Unidos. Es muy bonito. Está igual que acá, pero hay mucho árboles ahí. Mi papá fue a trabajar en carnicería, donde venden pollos pues. Tenía que cocinarlos y venderlos. Yo tenía seis años, ya casi no me acuerdo.
Sí me gustó un poquito, me gustaba cómo era el lugar y los ciudades. Había mucha gente y cuando me subía en las grandes casas (edificios) como que me daban ganas de desmayarme. Estuvimos como un año, un año y medio, pero no jui a la escuela. No me quisieron recibir porque era muy chiquito. Luego yo no entendía nada, nomás estaba con mi papá porque mi papá sabía nomás poquito inglés, pero mi mamá no. Mi mamá no trabajaba, nomás se quedaba conmigo. Y yo no tenía amigos ahí. Ni uno. Por eso ya no me gustaría ir, porque a veces me siento muy solo.
Una vez sí nos agarraron y luego nos volvimos a ir. Nos querían llevar por el desierto pero dicen que era muy peligroso, que nos vamos a morir. Es que ahí está muy cerquitas pero ahí sí te puede suceder algo, como tener mucho sed. ¡Y si te ven en el día te disparan! Porque dicen que no somos como ellos. No quieren que váyamos allá, quién sabe por qué.
Paulino, 12 años

Luego mi papá habla desde allá, dice: ¿cómo están?… No sé, habla muchas cosas, que si estamos bien en la escuela… Si estudias bien te compro cosas, me dice. Y mi hermana la que está allá está bien flaquita, se llama Marta. Trabaja en limpiar los discos. A veces, si no tienen trabajo, van con mi tío a buscar trabajos, pero orita ya está trabajando de pollos, y mi papá también. Dice que sí están contentos. Es como un selva donde viven, hay árbol seco. Se llama Alabama, creo. A veces yo me pongo a llorar. Es que como él está triste allá, nosotros también nos da tristeza. Dice mi papá que va a venir, va a llegar, pero no sé cuándo. Cuando habla dice que le eche yo gana, que voy a estudiar, que trabajamos mucho, pero yo mi corazón está triste.
Eusebia, 10 años
* Publicado en: Matria, suplemento mensual de La Jornada de Oriente http://www.lajornadadeoriente.com.mx/suplementos/matria.php

Yo lo sé porque la historia cuenta



Allá en mi pueblo, atrás de las montañas, hay un hoyote como de veinte metros donde ahora echan la basura. Ése ya estaba cuando estaban nuestros tatarabuelos y ellos decían que allí estaban sus dioses, pero ahora ya está pura basura. Dicen algunos que esos dioses eran de su imaginación, que salían por sus sueños. Ellos los veían pero los demás no. Los que creían los veían. Y según que ahí donde estaban los dioses era el fin de la tierra. Nadie podía llegar. Se terminaba el camino.
Pero luego fue el presidente municipal y visitó ahí y dijo: “en este pozo como no hay nada vamos a tirar la basura”, según dijo que ahí estaba muy feo. Y algunos viejitos decían: “¡No!, ahí están nuestros dioses”, pero los más jóvenes no creían. Y mi abuelita me dijo que en ese pozo su papá y su abuelito vieron un dios, iban pasando y lo vieron. Según que eran altos y tenían bigotes (risas). Es que en mi pueblo antes se creía en muchos dioses, pero ahora ya no. Nosotros les decimos dioshi en mixteco.
Antes hasta mataban allá en mi pueblo, los quemaban a las gentes, los colgaban a los que hacían malo. Decían: “esta es la comida de nuestro dios”, a los que robaban, a los que se acostaban con la esposa de otros. A veces hasta quemaban a mujeres. Eso fue hace más de que nacieran mis tatarabuelos. Yo lo sé porque la historia cuenta, porque los tatarabuelos lo contaron. Mi tatarabuelo le contó a mi bisabuelo, mi bisabuelo le contó a mi abuelito, mi abuelito me está contando a mí.


- Neftalí Guevara Moreno, 13 años.


En este pequeño relato Neftalí, niño mixteco originario de la Montaña de Guerrero, nos guía sutilmente hacia una importante reflexión que quizás algún día logre la recuperación y la reconstrucción de una nueva y más respetuosa relación con nuestro planeta: el vínculo que los pueblos indígenas guardan -o solían guardar- con la naturaleza.
Al percibir a la naturaleza como deificada, es decir sagrada, los pueblos indígenas del mundo sostienen con ella una relación de reciprocidad, considerándose a sí mismos como una parte más del mundo vivo cuyo papel en el sostenimiento y la continuación del universo tiene la misma importancia que el de una hormiga, un león o una ballena. Considerando al equilibrio como el estado ideal, tanto en el plano cósmico como a nivel individual, nada que pudiera alterarlo es benéfico para la naturaleza ni para la comunidad.
Pero poco a poco hemos ido apartándonos de esta voluntad de vivir en armonía y reciprocidad con el medio ambiente. Las sociedades modernas se caracterizan por percibir a la naturaleza como un bien que cualquiera que cuente con los medios necesarios puede explotar hasta el hartazgo o la extinción, sin de ninguna manera sentirse obligado a retribuir o corresponder al planeta por ello. Hemos dejado de mirar a la naturaleza como un ente viviente, sagrado e inteligente. Capaz de fecundar, reproducirse, transformarse y hasta de curarse a sí mismo cuando se lo permitimos.
De esta manera, lo que hace muchas generaciones era una barranca sagrada en el pueblo de Neftalí (que él y su familia han abandonado a causa de la extrema pobreza), el lugar donde habitaban los dioses y se creía que finalizaba el mundo, hoy es un basurero municipal. Gracias a la nula sensibilidad de las autoridades, a la pérdida de las creencias y a la carencia de conocimiento alguno de cómo solucionar el problema de la basura en el municipio, en Metlatónoc, como en muchos pueblos de México, la basura es simplemente arrojada a las barrancas, a las cuencas de los ríos, depositada en cuevas o abandonada en las afueras de las comunidades. Precisamente en los lugares donde antes solían habitar los dioses hoy no hay más que basura. Casi puedo imaginarme a las antiguas deidades, viviendo entre los desperdicios, el plástico y los desechos, como indigentes o pepenadores. Olvidados y confinados al exilio porque antes solían venir en sueños pero hoy ya nadie cree y no se sueña más con ellos.
Los bosques donde solían morar los seres sagrados y los habitantes de las comunidades de la montaña podían obtener su alimento, animal y vegetal, hoy están siendo arrasados por taladores clandestinos, quienes contratan a la gente de las comunidades para acabar con el último y más valioso patrimonio que les queda: la tierra, el agua, el aire. Muchas veces la gente de los municipios aislados y empobrecidos del país no encuentra otra alternativa para sobrevivir que saqueo y la venta clandestina de su herencia natural empeñando con ello, irónicamente, su propio futuro.
La otra alternativa siempre será migrar. Pero deterioro ambiental y migración van de la mano, son parte del mismo círculo vicioso de empobrecimiento-devastación ambiental-migración-marginación. La región de la Mixteca, que abarca un amplio territorio que comprende el extremo sur de Puebla, el noreste de Oaxaca y una franja en el oriente de Guerrero, es hoy una de las regiones más pobres y ecológicamente más devastadas del país. Es una de las principales zonas de expulsión laboral y tiene además uno de los mayores índices de migración internacional de México.
Una de las principales causas de esto ha sido la indiscriminada explotación de los recursos naturales de la zona. Como indica Rodolfo Pastor en su libro sobre la mixteca, al tiempo de la conquista esta región era próspera y fértil, pero los cambios impuestos por la economía colonial, enfocada a la explotación agrícola, como la deforestación y la imposición de nuevas técnicas de cultivo ajenas al mantenimiento de los suelos, provocaron un deterioro ecológico que no se ha revertido desde entonces porque desde entonces no se ha hecho nada para lograrlo.
Según Carol Nagengast, actualmente la extensión de tierra cultivada en la Mixteca con cosechas básicas como el maíz se ha reducido desde los años sesenta y la productividad de la tierra en general ha decaído considerablemente. Si la gente no encuentra alternativas para subsistir echará mano de aquellos recursos que tiene a su disposición y que pertenecen a quien no le reclamará nunca una renta o un porcentaje de sus ganancias: la naturaleza.
La pobreza trae consigo el deterioro ambiental. Éste llama a más pobreza y más migración. El problema es complejo, la solución debe ser compleja también. Una solución que contemple los diversos elementos de la problemática y los aborde desde perspectivas multidisciplinarias, que incluyan las opiniones, las costumbres y las necesidades de la gente.



* Publicado en: Matria, suplemento mensual de La Jornada de Oriente http://www.lajornadadeoriente.com.mx/suplementos/matria.php

La Montaña de Guerrero: el Rostro de la Más Bella Pobreza



Cuando visité Yuvinani la primera vez, a mediados del 2005, apenas unas cuantas semanas antes de que el PNUD lanzara su informe anunciando que Metlatónoc, Guerrero, es el municipio más pobre del país, me quedé estupefacta. Llegamos con la primera luz del sol y, aunque a éste no lo veríamos en el cielo sino varias horas después porque las montañas, como místicas murallas de verdor, nos lo esconderían, el día iba clareando sin prisas, con la paciente dedicación de un amanecer cauto y silencioso, ligeramente húmedo, que ha venido ensayándose desde el inicio de los tiempos.
Nos bajamos de la “pasajera” luego de más de siete horas de recorrido sinuoso por una terracería despiadada y, asombrosamente, el cansancio se disipó en apenas unos minutos. Epifanio y Griselda, con las caritas y el pelo todavía llenos de polvo, sonreían devorándolo todo con la mirada, exclamando en mixteco y sacudiéndose por los hombros para llamarse la atención mutuamente al tiempo que señalaban cualquier punto del paisaje todavía durmiente. Hacía cinco años que no visitaban su comunidad y, me imagino, los recuerdos habrían de ser numerosos, asaltándolos en tropel. “¿Qué tanto habría cambiado esa pequeña comunidad en cinco años?”, me pregunté.
Al instante siguiente Epifanio, que en ese entonces tenía diez años, recordando por qué estábamos ahí, nos llevó corriendo a casa de su abuela, donde también encontramos a la bisabuela y a seis nietos -todos menores de quince años- que se habían quedado al cuidado de ambas luego de que sus padres migraran a los Estados Unidos. Epifanio y su hermana Griselda, de doce años, habían ido a despedirse, en secreto, de su abuela paterna porque ellos también se marcharían, unas semanas más tarde, a los Estados Unidos para reunirse con su padre. Lo harían cruzando el desierto desde Sonora con ayuda de un coyote de Tlapa, junto con su madre y su hermanita menor, Maribel, de ocho años de edad.
Cuando más tarde Epifanio y yo salimos nuevamente a las calles del pequeño pueblito, bajo la mirada atónita de las mujeres, ancianos y niños que se han ido quedando, él me dijo: “es pobrecito, pero está bonito mi pueblo, ¿verdad?”, y yo asentí con una vehemencia que sin embargo me pareció insuficiente. Porque realmente ése me parecía uno de los pueblos más bonitos que había visitado en México. Me imaginé que así podían haber sido la mayoría de las comunidades indígenas hace treinta o cuarenta años. Cuando Sabritas, Ricolino, la coca-cola, el block, la lámina y las varillas todavía no habían invadido el mundo rural arrebatándole, en el mejor de los casos su belleza original o, en el peor de ellos, transformándolo en una mezcolanza sin orden ni lógica de basura y pretensiones de progreso y modernidad.
Me pregunté entonces cómo un pueblo como aquél, con tal abundancia de montañas y riqueza de bosques (que sin embargo se están perdiendo a una velocidad alarmante), con tal belleza de paisajes y su hermoso río, podía ser castigado con los niveles de pobreza, violencia, migración y mortandad que el PNUD, Amnistía Internacional y las ONGs Sipaz y Tlachinollan, describen para la región en general.
Existen once indicadores para determinar los niveles de desarrollo y, en dado caso, calificar a un municipio o una región como de “extrema pobreza” o de “muy alta” marginación. Al parecer, Metlatónoc, municipio en el cual se encuentran Yuvinani y Atzompa, habitado principalmente por indígenas mixtecos, los tiene todos.
Al visitar Metlatónoc, cualquier persona con dotes mínimos de observador, puede detectar a simple vista, y sin necesidad de censos ni exhaustivas investigaciones, que todas las casas tienen, o tenían hasta hace poco, pisos de tierra; lo cual no las diferencia de la mayoría de las casas o chozas indígenas en cualquier lugar del continente. Pero la cuestión es que esta característica es, precisamente, uno de los once indicadores que el PNUD considera para determinar si una familia o una población se encuentra en situación de “extrema pobreza” o no.
Por eso, al culminar el sexenio foxista, el gobierno se jactaba de haber sacado de la pobreza a tantos millones de familias. Porque había pavimentado el piso de sus viviendas (o colocado alumbrado) y con ello ya sólo cumplían con diez de los once parámetros, pasando de vivir ya no en la “extrema”, sino en la simple “pobreza”. Aún cuando las comunidades siguieran sin agua potable, escuelas, servicios básicos de salud y persistieran también los altísimos índices de desnutrición y mortandad.
Sucede entonces que en comunidades como Metlatónoc predomina un discurso hegemónico, derivado de las instituciones gubernamentales, principalmente nacionales e internacionales, que califican a ciertos municipios como seriamente “subdesarrollados”, por no contar con los elementos básicos que supuestamente las harían “progresar”. Se las describe como si fueran poblaciones y regiones condenadas al atraso y la miseria, como si ello fuera culpa de su vida campesina y su condición indígena.
El problema es cuando las instituciones entienden la pobreza como un listado de carencias que hay que cubrir. Se piensa en las problemáticas de las comunidades en términos poco complejos y pocas son las acciones que en realidad están enfocadas a implementar un verdadero desarrollo, duradero, responsable y auto sustentable.
Casi todas las medidas que desde hace décadas el gobierno ha tomado en las comunidades rurales de México han sido medidas paternalistas, enfocadas a paliar, de una manera muy superficial, las necesidades de la gente, distrayendo la atención de las verdaderas causas de la pobreza. “Tapándole el ojo al macho”, como se dice popularmente, con medidas como la de la pavimentación de las viviendas con pisos de tierra en las comunidades más empobrecidas.
De manera paralela, en las comunidades rurales e indígenas del país se ha ido creando y reforzando la idea de que “bienestar” y “progreso” es todo aquello que equivale a modernidad. Aún cuando esa supuesta modernidad sea una modernidad mal entendida, inequitativa y en ocasiones incluso perjudicial para las comunidades.
Mi asombro fue grande cuando en la sierra de Guerrero, al visitar Yuvinani, Atzompa y Metlatónoc, la cabecera municipal, la gente me decía repetidas veces que les daba pena que yo viera cómo estaban sus pueblos porque eran “muy sucios”, llenos de tierra, con calles de terracería, y que ahí no tenían ni alumbrado, ni lavadoras, ni quién sabe cuántas otras cosas que por supuesto ellos desean porque poseerlas seguramente ha de significar que uno no es “pobre”.
Entonces yo pensaba en cómo habrían de ser los pueblos, sino con simples calles de tierra y noches oscuras, y en cuánto contrastaba la imagen que textos y reportajes daban de la región de la montaña, señalándola como una zona “sumamente deprimida”, subyugada por la pobreza y el “atraso”. Y no niego que efectivamente este municipio encabeza los índices nacionales de marginación. Es sólo que me parece que sus calles silenciosas, sus casas preciosamente elaboradas con fino adobe amarillo y tejas rosadas, su río fresco y sus montañas verdes son mucho más importantes para esta comunidad que la pavimentación, el alumbrado público, la lámina, la varilla, el block y un río entubado, que tampoco serían la solución a la migración, al narcotráfico, la desnutrición o la mortandad infantil.
Pero la gente no piensa lo mismo. Porque durante décadas les hemos hecho escuchar que “pobreza” equivale a atraso y que esto es sinónimo de la vida campesina que es humilde y marcha a su propio ritmo. Que el progreso, la modernidad, los servicios y el consumo son lo que vale y lo que lo hacen valer a uno. Por eso casi uno de cada cinco jóvenes de ese municipio decide emigrar a los Estados Unidos apenas tiene edad para ello. Porque allá se “gana en dólares” y con eso “se vive mejor”.
Ahora Epifanio, sus dos hermanas y su madre viven en Alabama hace más de un año. Se fueron para acompañar y sostener el sueño de su padre de poder ahorrar lo suficiente para volver a Morelos -ya no a su comunidad indígena- y poder construirse una casa de “piso”. Sin embargo la deuda que contrajeron con el coyote y varios de sus familiares para poder cruzar los cinco supera por mucho las ganancias que podrían obtener realizando incluso su más arduo esfuerzo.
No pasarán menos de cinco años antes de que puedan pagar sus deudas y ahorrar al menos un poco. Cinco años que sin duda marcarán la vida de Epifanio y sus hermanas porque, nuevamente, tendrán que adaptarse a un idioma, una cultura y una sociedad que además de discriminarlos porque son indígenas -lo cual también les sucedía en México-, los persigue por ser ilegales.

Niños de Maíz


No, allá en mi pueblo no hay trabajo, dicen que no.
Nomás siembran la milpa y luego se la comen.
Luego allá llega el Vicente Foz, luego regala sopa,
arroz, así dicen. Le regala de comer, le regala leche.

(Artemio Cano, 10 años)

Artemio es un niño mixteco de diez años y grandes ojos, negros como el carbón. Originario de la Montaña de Guerrero, él y su familia tuvieron que dejar, hace ya varios años, su pueblo y su hogar para sumarse a los miles de campesinos que todos los años se trasladan a los campos jornaleros del norte del país como una de las últimas alternativas para conseguir los ingresos que les permitan evitar, o aplazar aunque sea un par de años, la migración a los Estados Unidos.
Ahora Artemio y sus hermanitos viven en Oacalco con sus padres. Sus cuatro hermanos mayores se fueron ya al “otro lado” porque en su pueblo la tierra “ya no da”. “Es que en este pueblo no hay trabajo. Lo único que se da es la milpa, y mal”, me explica Baltasar, de apenas 20 años y padre de dos niños, precisamente un día antes de su partida hacia los Estados Unidos. “No alcanza ni pa’ comer”, sentencia un viejo que escucha la conversación. Miro a mi alrededor y me parece increíble que esas grandiosas montañas cubiertas de fino verdor que rodean Atzompa, enclavado en el corazón de la Sierra de Guerrero, no puedan proveer de alimento a esta pequeña comunidad.
Sucede que la deforestación desmesurada ha causado estragos en las proximidades de las comunidades, donde la pérdida de suelos es casi irreversible. Los terrenos son pedregosos, sumamente inclinados y sus nutrientes se agotan al cabo de un par de cosechas. La tierra, efectivamente, ya no aguanta, y el hambre tampoco. Las familias se ven obligadas a migrar porque los subsidios para el campo son acaparados en la cabecera municipal o repartidos a conveniencia.
“Es que nunca lo he visto a mi pueblo, tampoco ya no sé cómo es, pero todo de allá me gusta. También las montañas. ¡Se ven bonitas y todas están bien verdes! Allá siembran puras milpas de maíz. Sí quiero ir allá tantito. Es que yo cuando era chiquita me vine acá a Oacalco”, me explica Valentina, niña mixteca, de diez años de edad.
Es sorprendente ver cómo los niños mixtecos que ahora viven con sus familias en Oacalco, Morelos, y trabajan como jornaleros en la cosecha de la fresa y el pepino, no dejan de mencionar el maíz y la milpa al evocar sus pueblos de origen, pero ya no como una alternativa de supervivencia, sino como una característica de la pobreza que aqueja a sus comunidades: “nomás siembran la milpa”, “allá pura milpa”.
“Allá hacen tortillas muy grandes y no hay trabajo. Siembran maíz y alimentan a las vacas. Y es que allá hace mucho frío y como la milpa necesita tantito calor, se pierde. Cuando viene el aire se tumban todas, se caen y se secan ahí mismo. Y los señores ya van recogiendo todo lo que alcancen que está tirado, van viendo mazorca por mazorca para ver si tiene tan siquiera un maíz. Llenan nomás un costal de toda la cosecha porque no alcanza, no dura que se llene un carro. Por eso no hay trabajo allá, y cien pesos ya es mucho, ¡cien pesos es como trescientos allá en mi pueblo!”. Son las palabras de Epifanio, de entonces once años de edad, para describirme su comunidad.
Una característica fundamental de la transformación que sufre la vida de estas familias indígenas al dejar sus comunidades en la Sierra de Guerrero, es la sustitución del maíz nixtamalizado por la harina de máiz o maseca. Doña Amalia, madre de Epifanio y sus tres hermanos me explica: “es que allá es más difícil. Allá cargan leña. Aquí se puede comprar gas para hacer comida, no tenemos que ir por leña. Y aquí está bien, si tienes poco dinero aquí puedes comprar tortilla y ya hacemos comida y aquí compramos maseca. Pero allá no, allá puro nixtamal, ya se acostumbraron puro tortilla de maíz, ellos hacen eso. Pero lo malo es que los niños de acá ya no saben cómo se pone el nixtamal, porque ahora nosotros no hacemos eso, por eso mis hijos no aprenden. Aquí trabajamos en otro trabajo, ya tenemos dinero y ya voy a comprar la tortilla, es más fácil. Acá los niños no cargan leña”.
Para muchas de estas familias el hecho de poder sustituir el maíz por la maseca es un indicador de bienestar. De hecho, muchas lo miden según los bultos de harina que alcanzan a comprar con lo que ganan trabajando como jornaleros, o con lo que les envían quienes se encuentran en Estados Unidos trabajando. Pero esto, lejos de ser algo positivo, lo único que nos revela es que las familias han perdido la capacidad de producir maíz para la auto-subsistencia, lo cual además de alejarlas de su pasado campesino, las ata a un ciclo de hambre y dependencia.
Efectivamente los hijos de muchas familias jornaleras, que han nacido y crecido en el contexto de la migración, están perdiendo o han perdido ya el vínculo con la tierra que antes tenían sus padres y sus abuelos, y con ello las costumbres y los conocimientos característicos de la vida campesina. Las palabras de Florentina, de doce años, lo ejemplifican bien: “Aquí yo tengo que hacer tortilla. ¡Pero no como mi hermana allá en mi pueblo!, nomás con la máquina. Allá todas las niñas que están en mi pueblo sí saben hacer la tortilla con su mano y yo no porque yo no crecí allá”.
Estos niños, migrantes desde pequeños, han tenido que adaptarse a una vida y unas condiciones muy distintas a las que tuvieron sus padres durante su infancia en las comunidades indígenas. La gran mayoría no aprenderá ya los ciclos agrícolas, ni qué tipo de maíz debe sembrarse en qué suelo en cuál momento. Tampoco aprenderán cuando debe esperarse la lluvia ni cuando habrá de levantarse la cosecha, porque han tenido que dejar su tierra a causa de la mala producción, la marginación y la pobreza. Desafortunadamente, para muchos la única perspectiva de vida ue queda es seguir migrando, cada vez más lejos.

Lo que yo extraño son mis abuelos y mi tierra, allá donde vivimos pues.
Allá caminamos como una media hora y llegamos hasta allá y visitamos
nuestro tierra, allá hay nuestro milpa. Lo cuidan mis abuelos cuando no estamos.

(Ricardo, 11 años)
* Publicado en: Matria, suplemento mensual de La Jornada de Oriente http://www.lajornadadeoriente.com.mx/suplementos/matria.php